martes, 21 de julio de 2020

Hay una gotera en la ventana.
En la de la habitación también pero me refiero a la de la estancia.
Quizá porque están cerca, una contagió a la otra; tal vez la de la habitación estaba triste y le da por contar sus penas.

Pero insisto, lo que me preocupa ahora es la ventana de la estancia: cuando no es agua, se escurren las hormigas.



Hay hormigas viviendo por toda la casa. En la cocina, en la sala. En la cantina debajo del rompope y la charanda. Entre las hojas de mis libros favoritos. Encuentro una caminando, desenfadada sobre Exterminador.

Las miro pasar. Me acostumbro a guardar celosamente cada postre, cada migaja; todo se transforma en una invitación para las visitantes indeseadas.

Pero no se marchan y pronto se convierten en mis silenciosas compañeras. Desayunamos a las ocho y media, merendamos a las seis. El miércoles encontré una en mi recámara ¿te vas a quedar aquí? No la dejo responder, la siento crujir bajo mi pulgar, o eso me imagino. 

Pasan dos, tres semanas. 




Creo que ya es sábado, abro los ojos: las cinco. El intenso dolor en la espalda baja es un despertador implacable; un escalofrío me recorre la mitad del cuerpo, tengo náuseas. Transcurren las horas, me quedo en un estado de semi consciencia involuntaria hasta que la oscuridad se disipa y los tenues rayos del sol se cuelan por la ventana; estoy harta. A las siete, mi cuerpo por fin se apiada de mí; tal vez es la presión baja o el agotamiento. Cierro los ojos. 

A las nueve y media, aturdida, la alarma interrumpe mi breve descanso. Me dirijo al baño, mis sospechas son ciertas: ahí está esa mancha achocolatada, pequeña pero imposible de ignorar. Me saco la ropa interior sucia con desgano y con un pie la lanzo a la regadera: ahora que me bañe, la lavo. Pasa una, media hora mientras me resisto a que una ducha helada me devuelva los espasmos a los muslos.

Al fin el calentador se apaga. 

En el cuarto de baño prendo la luz, cierro la puerta, dejo caer el agua sin precaución buscando la temperatura adecuada: es una mala costumbre de la que no estoy orgullosa. 
Olvidé la toalla.
Me dirijo a la habitación, titubeo, me distraigo un poco en tonterías. De vuelta hacia la regadera me sorprende ver un charquito formándose tímidamente en el pasillo.
La coladera quedó cubierta y ahora tengo una piscina de escasos tres centímetros de altura.

Cierro la llave y me inclino a recoger la prenda abandonada, la tallo ahorita y la dejo remojando... algo me desconcierta. Me doy cuenta que la mancha original se ha puesto evidentemente más grande y más oscura. La acerco un poco a mi rostro tratando de obviar mi fastidio por el malestar físico y el desgano que me provoca no poder ir a dormir otro par de horas. Mi hartazgo se transforma inmediatamente en incredulidad.
 
No tiene sentido. 

Entre mi índice y mi pulgar recojo una pequeña muestra de aquella masa negra, inerte; la miro con detenimiento para confirmar mis sospechas. Mi primer instinto es dejar caer el trozo de tela infestado, pero me detengo y vuelvo a observar: ahí están, todas las hormigas del mundo

Es una exageración que le hace justicia a la sorpresa que me llevo.  Continúo examinado y caigo en cuenta: accidentalmente las he ahogado. 
Eso pienso antes de sentir un cosquilleo subiendo por mi antebrazo; descubro cuatro, diez sobrevivientes que me escalan desesperadas. 

Seguro podría escucharlas gritar.

Horrorizada, las sacudo, las enjuago, pero los chorros dispersos de la regadera no son suficiente y me pongo en cuclillas para sumejirlas una y otra vez, ahí, de donde inadvertidamente las había salvado. Las alpinistas ven su fin casi de inmediato, sin embargo, al resto se me dificulta desprenderlo de la tela, pareciera que las minúsculas patas se tejieron con ella.
No tengo claro cuánto tiempo pasa pero me levanto hasta ver la última irse por el drenaje. Lavo la prenda, me baño casi por inercia.

Tengo un recuerdo singular de ese episodio, confuso, surreal, grotesco y fascinante.

Envuelta en la toalla me recuesto en la cama. ¿Qué clase de festín era ese? las hormigas comen dulces, pan y fruta. 
Y entonces las recuerdo entre las plumas de los pájaros muertos; circulando impávidas por el cascarón de una lagartija seca; sobre un pequeño cadáver peludo, caído defendiendo la madriguera.

Seguro ya es casi la una y necesito prepararme para salir. Vuelvo confiada a usar el lavabo; me detengo sorprendida. Me atrevo a entrar al baño y miro a mi alrededor; es ahí cuando me entero que no ha terminado: varias decenas de puntitos negros suben y bajan a prisa por las paredes, se mueven accidentadamente por el techo. 

Creo que conozco a las hormigas: las he observado en la banqueta, en ese baldío de botellas rotas, caminar rítmicamente, una tras otra; me quedé absorta mirando la lámina aquella del libro: "Anatomía de la hormiga y estructura del hormiguero". Celosas del orden, lo necesitan para sobrevivir. 

Ya nada de aquello se cumple. Las veo correr desconcertadas, frenéticas; no están en fila, cuidándose la espalda, protegiendo el delicado equilibrio de la comunidad. 

Entonces entiendo la magnitud de la pérdida, del daño. En el marco de la puerta reconozco algo que parece ser un soldado, pero no soy experta. ¿Se aproxima una reorganización? ¿Una nueva estrategia?

Es definitivo, dudo que mis vecinas silenciosas permanezcan en dicho estado.

La decisión se toma enseguida: se cruzó una línea, esto es intolerable. Y no me refiero a mí, me refiero a ellas.

Esa noche las sueño entrando por mis fosas nasales, paseando por mi lengua, yendo a vivir a mis adentros. Duermo con los oídos cubiertos ¿pero los ojos? ¿Y los demás agujeros?
 
Contrato al fumigador más antipático del mundo. De nuevo creo que exagero y de cualquier manera no lo soporto. 

Al fin termina el suplicio de las tres sesiones; me da indicaciones, sigo algunas, otras las ignoro.
No comprendo del todo mi negligencia pero igual las hormigas no han vuelto.
No las aborrezco, pero las prefiero lejos.


Del episodio de los ahogados y el caos ya pasaron casi diez semanas, lo sé porque las cuento. Ayer encontré unas cuantas invasoras en la maceta de la albahaca. No lo dudé dos segundos, ya está en el basurero.

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