La puerta oxidada dejó oír un lamento antes de que se asomara el primer hocico negro que se esforzaba torpemente para abrir paso al resto del rebaño.
Finalmente, una tras otra, un grupo de borregas de variados colores comenzó a avanzar lentamente, liberándose poco a poco de la penumbra que se impregnaba en la lana sin trasquilar desde varios meses atrás. Un recorrido por el terreno delimitado por la cerca de púas confirmó la terrible suposición: el alimento tampoco había llegado esa mañana.
Repentinamente (y si alguien lo hubiera presenciado lo describiría como un espectáculo singular), los animales se reunieron al centro de su universo (apenas definido por palos y alambres), formaron un círculo y, cuando finalmente pudieron mirarse de frente los unos a los otros, sin proferir ni siquiera un balido, un gruñido, se enfilaron al mismo tiempo hacia el bordo repleto de agua.
Acercándose lentamente alrededor de toda su orilla, con paso sosegado pero decidido, comenzaron a sumergirse resignadamente en sus fangosas aguas para, después de tanto tiempo, al fin regresar a casa.