domingo, 30 de agosto de 2020


Finalmente logra embonar la última pieza. Está absolutamente consciente de que las posibilidades de que funcione son ínfimas, casi descartables.

Enciende el cerebro del "computador", puede escuchar el disco duro comenzar su movimiento frenético, errático.
Consigue ubicar una entrada, inquieto. Una ranura frontal.

Una vez enchufados, los dos dispositivos externos vibran, tímidos, intercambiando información. Puede imaginar las pequeñas unidades yendo, veloces hacia su destino, cruzando por el puente que construyó.

¿Va a suceder? ¿todos esos años de observador convertido eventualmente en "aprendiz", darían resultado?

Una descarga eléctrica baja de su craneo a su pecho. Siente el intenso calor en su frente y el dolor casi insoportable al fundirse el pequeño procesador sobre su "piel".

Durante tan solo un par de segundos es posible adivinar la pena desgarradora en sus ojos; después de aquello llega la calma, ¿la aceptación? Finalmente resignarse significa morir ¿no es así?

Han pasado 8 días. 
Diagnóstico final: Muerte cerebral.
Al retirarse los paramédicos, aparece por la puerta el asistente robótico asignado para el turno. No es ni una décima parte lo sofisticado que el pequeño androide que yace tendido en el piso del laboratorio.

La programación del asistente es simple: disponer del desecho y ordenar el área de trabajo. Todo en un plazo de quince minutos, máximo. 

El asistente, del tamaño y la forma de un archivero mediano, se acerca silenciosamente a la delicada figura inerte y la levanta torpemente con sus brazos mecánicos.  

El asistente se pausa. Algo ajeno a su programación rutinaria le impide continuar con su cometido. Cualquier "algo" debería quedar descartado al momento, no hay posibilidad de aquéllo.

¡Es terrible! Es más que evidente que... pero...
Al parecer será más sencillo deshacerse de él que intentar darle auxilio. 

El asistente no tiene capacidad en su memoria para llegar a ninguna conclusión, está diseñado para cumplir un par de tareas específicas y sin embargo, permanece inmóvil, sin fallas aparentes, con sus circuitos encendidos; es posible percibir el sutil zumbido de su anticuado motor.

Uno de los paramédicos se percata de algo extraño, se vuelve hacia el asistente que ya se ha retrasado demasiado.

- ¡Al depósito! -. Grita incrédulo y confundido. Olvida el incidente en un segundo y se marcha.

El asistente robótico se dirige, casi con aspecto resignado (improbable), al sótano. Una vez ahí, deja caer tan suavemente como le permite su obsoleto diseño, al androide en el contenedor de basura. Casi se antojara que una lágrima se deslice por su pantalla de control. El asistente se aleja lentamente un par de metros, se detiene súbitamente y de pronto, se apaga. Batería agotada.