No hay reflexiones sobre la muerte que valgan hoy. Ya sabes, todo está dicho, lo demás se me antoja superfluo o demasiado teatral.
Aquí no hay lugar para interpretaciones fallidas, ni dolor. Dolor por los que ya no están en general, por los que están y no están.
Supongo que 10 grados menos nos darían la sensación de estar justo donde se debe conservar la muerte: sea un anfiteatro o un cementerio o el refrigerador de la cocina.
Encontré un cadáver cuando tenía 4 años y supongo que nunca se lo perdoné: no te puedes meter de pronto, así, en la vida de alguien; sobre todo si tienes esa pinta de animal muerto. Es difícil asimilar el proceso que te lleva a ese lugar: sobre la charola amarilla, justo detrás de la cebolla, junto al cartón de leche.
Mientras que los demás detalles se han vuelto difusos, el olor es lo más penetrante, lo único que consigue conservar un lugar especial en los recuerdos; un sitio privilegiado muy cerca de la nausea y la aversión.
Un día, presencias el espectáculo de la sangre que brota liberada por el golpe del hacha, la vida cambia y entiendes tantas cosas. Luego viene el agua hirviendo, pero eso es más peligroso y un poco menos estrafalario.
Quisiera encontrar cosas donde no las hay y ver, más allá del cartel de una película, situaciones que no existen. Todo cambia en un momento, excepto la muerte; esa siempre es la misma, con su sombrero de ala ancha, garbancera.