jueves, 24 de julio de 2014

Te vi. 
Bajabas por donde no hay camino, dando zancadas entre matorrales, entre pastizales bien crecidos y matitas recién brotadas, aperladas por el rocío, sobre la frescura de la tierra rejuvenecida. Traías en tu mano algo peludito, húmedo, que daba patadas.
Es el conejo de la suerte, el que come zacate de la mala hora. ¡Jijo!, no me lo sueltes aquí que se desata la plaga. Ya vas viendo los animales que hacen la estampida: las culebritas y las ratas, los perros, los bichos de la caña.
Le prendieron fuego a mis sueños de primavera, a la excursión de bienvenida.
Aquí todo es muy distinto, más rico y más bonito.
Siento que si me quedo quieta mucho tiempo se me va a subir la enredadera y me saldrán hojitas nuevas.
Tienes un aire de otros lados, un misterio detrás de los ojos, un sol en los hoyuelos de tu sonrisa.

Da otra vez la hora de la llovizna, del vapor de breve pavimento, de la huida. Quiero que vayamos al río, a escuchar historias de bagres y cangrejos, para cerrar mis ojos, para pescar con mis oídos y mis dedos tus recuerdos, que traigas contigo a ese niño que me confirma que los de antes, sí fueron mejores tiempos.
Cae el ocaso y voy de tu mano al encuentro esperado, te sigo, de contrabando, donde la malla ciclónica resulta no ser un gran obstáculo. Estamos de pie sobre la historia, sobre el legado. Ahí está el mismo cerro, la misma luna y el conejo. 
Y en medio de la noche, de pronto, creo que todo se ilumina.
Y eres tú.